► XXI. MICRO CUENTOS JURÍDICOS

► XXI. MICRO CUENTOS JURÍDICOS .

Hanks Bandini

• Las piernas más lindas del mundo


Es un día sereno. La vida de Hanks de adolescente fue transcurriendo entre ir al colegio secundario y caminar por las calles rumbo a casa. No había nada nuevo que ver. Las clases de aquellos años no las recordaba en absoluto, pero sabía que existieron, porque ahora podía escribir y hasta maldecir por escrito o verbalmente. No sabía si acaso le sirvieron los detalles sobre historia, matemáticas, lenguaje y otros cursos que no recordaba. Pensaba que tanta información metida en los pequeños cerebros aún en formación, era realmente un delirio, una cosa asfixiante; además, los rostros de la mayoría de sus compañeros de clase se le habían olvidado; no recordaba sino formas, cabellos largos, negros, medio ondulados cayendo sobre los hombros delgados de adolescentes también delgadas la mayoría, y entradas en carnes algunas; todos de color blanco y plomo, el uniforme representativo de una sociedad en gris. Soldados escolares de blanco y plomo. Sí se recordaba sentado en su carpeta de madera, alineado al fondo del salón, como resignado a estar allí, sin saber exactamente porqué, ¿porqué estaba allí? Su madre le mandaba todos los días al colegio y nunca supo porqué iba, sino sólo por "obedecer" un mandato -bien intencionado- de su madre. Estaba seguro que su padre nunca le dijo alguna vez: "hijo que te vaya bien en el colegio", y menos que se preocupara acaso por si estaba o no asistiendo al colegio. El asunto educativo siempre era asignado como responsabilidad y preocupación a la madre, y así casi todos los problemas con los hijos. Su estadía en el colegio era solitaria y por lo tanto no sentía ningún motivo para asistir; porque nunca tuvo la certeza de ir al colegio con la esperanza de encontrarse con algún compañero amigo, con alguna insinuación de romance escolar, con la belleza de verse jugando y compartiendo con los compañeros de clase. No, nunca tuvo la sensación que el colegio valiera la pena para algo, ni siquiera para hacer amigos, que ahora sabía son lo más importante. De aquel tiempo sólo quedaban sombras, figuras, retazos de imágenes en blanco y plomo; lejanos y hasta simiescos compañeros de clases que no llegó a querer ni a odiar, pues le eran indiferentes. No podía decir tampoco, como muchos de sus compañeritos, que aquella fue "la etapa más linda de su vida", que "añoraba volver a esos tiempos"; pues no, no añoraba ni extrañaba aquel tiempo solitario, extraño, insípido, cuyos recuerdos de felicidad le pertenecía a otros y no a él. Le gustaba más el presente, aquel que iba formando con sus ideas y delirios, aquel que iba construyendo a la medida de sus caprichos.

Pero, a pesar de no extrañar el colegio ni su prole, si recordaba algunos datos curiosos. Recordaba "las piernas más lindas del mundo" que vio por primera vez en su vida, gracias a unas extrañas compañeritas de clase. En aquel tiempo Hanks jamás hablaba con las chicas. Creo que se había prometido no hablar con chica alguna desde los cinco o seis años, luego de una caprichosa experiencia de selección natural darwiniana (su linda y blanca primita había elegido bailar con su primito y no con él, en su propio cumpleaños) que no pudo comprender y, arrebatado, ofendido, herido se acomplejó y se prometió no hablar nunca más con chica alguna. Eso le duró once años de su niñez y adolescencia.

Un día, sin embargo, sentado casi al fondo del salón, pensando en las musarañas, unas niñitas adolescentes le llamaron por su nombre: - "Hey Hanks", le dijeron. Y Hanks giró su rostro para ver quién le llamaba. No fue un giro en cámara lenta, pero ahora se lo imaginaba así, girando lentamente su cabecita y encontrándose con dos jovencitas vestidas de blanco y plomo, sentadas al final del salón, en carpetas que se le apetecían verdes, mirándolo con unas sonrisas envidiablemente hermosas, jugueteando y cuasi abrazadas en las carpetas juntas que las cobijaban; sonriendo ambas, mientras una de ellas, la de al fondo, la más morena y delgada, le levantaba media falda a la otra, linda, blanca, espectacular y bellísima compañera de clase. Y sonreían, reían, con aquella ternura que da la adolescencia, con una picardía ingenua, como para "despertar al compañero más zoncito, más bobito del salón". Claro que ahora había olvidado -caballerosamente- quiénes habían sido aquellas lindas compañeras, de piel ligera y sensibilidad sublime, pero eso sí, nunca olvidaría aquellas lindas piernas blancas, delgadas, bellísimas y alegres, adolescentes que se mostraron a él como un rezago de libertad, como una manifestación de rebeldía y ternura, como un rasgo impensablemente morboso sino inofensivo y hasta inocente. En aquel tiempo, Hanks se desconcertó al ver aquellas lindas piernas juveniles, y seguramente debió haber puesto una cara de idiota, de confundido, para luego apostarse en su lugar de batalla, apertechado en su carpeta, de la que nunca se separaba, intentando comprender qué había pasado, ¿qué era aquello que había visto?: "las piernas más lindas del mundo". Muchos años después, cuando Hanks ya era abogado y perspicaz, escribió un microcuento en que no contó que aquellas chicas ya no eran bellas y jóvenes, flacas, gordas y viejas. No, contó más bien que en su corazón de abogado había quedado un agradecimiento sincero, porque aquel hecho había significado para él un acto de ternura y libertad.


• Comprando amigos


H

anks estudió sus estudios primarios en el Colegio Rafael Díaz, en una ciudad hermosa y calurosa: Moquegua. De allí tenía muchas experiencias solitarias, nada emblemáticas, pero sí tragicómicas. Recordaba una mañana con mucho sol y que era un niño trágico, retraído, solitario y por eso pensaba mucho -no sé qué pensaba pero sí que lo hacía-. Una de esas mañanas, como siempre, estaba solo, y no sabía porqué. Nunca supo hacer amigos: o era muy aburrido o aquellos lo aburrían. De pronto, una de esas mañanas, en el recreo, se puso a mirar y buscar en todos lados, pues no sabía a qué grupo juntarse, no tenía amigos y menos grupo. Afuera del colegio vendían raspadillas. Estaba sólo y una idea se le vino a la cabeza. Pensó en ese instante que "quería tener amigos" y entonces planeó una estrategia: "¡les compraré raspadillas!" pensó. Así que se acercóa unos compañeritos de estudio y les hizo la indecente propuesta: "¿quieren raspadilla? ¡Yo invito!" dijo-. Vio los ojos angurrientos de sus compañeritos, todos se pusieron felices por la oferta, todos aceptaron silenciosamente, y entonces fueron juntos a por las raspadillas; Hanks les pagó las mismas, ellos se relamieron, se refrescaron, fueron felices y de pronto, como quien no quiere la cosa, "desaparecieron". No se deespiden de Hanks y ni siquiera le dan las "gracias" o algún ademán parecido. Sólo se van, sin decir nada, comiendo las raspadillas que Hanks les había comprado. Fue en aquel momento, a su corta edad, que Hanks cayó en cuenta que eso de "comprar amigos" no funcionaba, al menos no con los niños. Hanks no recuerdaba más, pero piensa que seguro debió quedar hecho un trapo, acongojado porque su "estrategia" para tener amigos no había funcionado; seguramente quedó frustrado y resignado a su destino y, sin embargo, ahora que lo medita, cree que fue una excelente experiencia que no cambiaría por nada, talvez sea porque como Schopenhauer o Bukowski prefiere las historias trágicas porque alimentan el alma más que la felicidad.


• El robo de cada día


M

arzo del 2016. Casi las siete de la noche. Hanks ha trabajado mucho aquel día. Si Herbert Marcuse lo hubiera visto olvidaría su genial concepto de trabajo como una "actividad económica meramente productiva", volvería a rehacer su libro "Ética de la Revolución", y cambiaría específicamente el capítulo: "Acerca de los fundamentos filosóficos del concepto científico-económico del trabajo". Marzo del 2016, Hanks ingresó a una panadería, se sentó en una mesita y pidió una gaseosa heladita; quería relajarse, le viene a la mente Paul Lafargué con su libro "El Derecho a la pereza", saca su celular, y muy cómodo comienza a buscar los números de sus familiares para llamarlos, pues acaba de decidir -y se siente orgulloso de ello, casi un santo, casi como si hubiera leído el libro "Ética para Amador" del filósofo Fernando Savater-, que mantenerse informado sobre su familia es necesario, oportuno y hasta obligatorio. Empieza a buscar sus números familiares en su celular, y en un instante inefable, una mano -como «la mano de dios», de Maradona o Raúl Ruidíaz- se acerca velozmente, le arrebata su celular y se va; aquella mano le pertenece a un joven de pantalones celestes grises raídos, polera blanca percudida, y gorrito blanco sucio. El joven energúmeno aquel le ha jalado el celular y luego corrió velozmente hacia la calle. Un grito de una mujer se escucha, es la cajera de la panadería que ha visto al ladronzuelo mucho antes de los hechos. Aún anonadado, sorprendido Hanks no atina a entender ¡qué ha pasado! Segundos después, ya repuesto de la sorpresa, Hanks levanta toda su humanidad y decide perseguir al energúmeno, y echa a caminar rápidamente detrás del ladronzuelo, porque, inexplicablemente, piensa que correr se vería ridículo en él -pues se dice que para él, que es abogado, eso de "correr" detrás de un ladronzuelo no sería apropiado; sin embargo, frente a la velocidad del ladronzuelo atrevido y sagaz, olvida su complejo de superioridad y opta por «trotar» detrás del ladronzuelo. El delincuente acelera el paso, se ha dado cuenta que es seguido por su víctima y voltea en una esquina. Cuando Hanks llega también a esa esquina ve al ladronzuelo subirse en un auto de lujo, negro, de lunas polarizadas, y aquel bólido, rapaz y cómplice objeto, deja oír el ruido que hace al presionar el acelerador, da vuelta en otra esquina y Hanks ya no puede visualizarlos. Es tarde ya. Ha perdido. No puede creerlo, ¡le han robado, ¡a él!, a un hombre machazo, ¡no lo puede creer!, pues -piensa- es alto, de cara macilenta y brusca, de aspecto peligroso o al menos «hombre de cuidado», además «siempre ha tenido suerte», ¿cómo le puede haber pasado eso a él?, ¿cómo un mequetrefe enano, energúmeno y hasta ridículo hombrecito que arrastra sus pantalones sucios ha podido arrebatarle su celular?, ¿cómo? Piensa: soy abogado por gusto; y entonces se pregunta: "¿de qué sirve saber de leyes, derecho, jurisprudencia, dogmática jurídica, etc., si igual cualquier individuo le puede robar?, ¿de qué sirve ser abogado si aquel robo perpetrado en su contra probablemente quedará impune?

Hanks regresa a la panadería, pregunta a la señora que ha gritado si ha visto la cara del delincuente. Ella dice que no, que no sabe nada. Pregunta por el dueño, y no le dan respuesta; luego dicen que no está. Nadie sabe ya nada, todos se hacen los desentendidos; todos se convierten en ¿cómplices? naturales, por impotencia, desidia, conveniencia, miedo o indiferencia. Él mismo prefiere ya olvidar el asunto y no pone la denuncia, por flojera, desidia, y ganas de no meterse en líos con trámites engorrosos o con policías con cara de querer cobrarte por respirar el aire que les rodea -no todos por supuesto-, y ¿también se convierte en cómplice? Hanks está triste, ni siquiera recordar el hecho que a Ernesto Sábato, el gran escritor argentino, le intentaran robar la tapa de su último libro: «Antes del fin», le reconforta. En su celular llevaba consigo cientos de dibujos que había hecho. El aparatito tenía un lápiz óptico con el cual había dibujado jueces, abogados, rostros, etc., todo relacionado con el derecho; también escribía en su celular -ayudado de un teclado inalámbrico-, en restaurantes, cafés, etc.; así que el ladronzuelo aquel se llevó también sus escritos, subrayados de libros bajados de internet, sus comentarios y análisis al proyecto del nuevo Código Penal, que había avanzado impensablemente; cientos de escritos, más de quinientos dibujos, un grupo variado de subrayados de libros se habían perdido con aquel robo. Hanks estaba desconsolado, pero por fin, pensó: "algún día podré decir que mi mayor obra, la mejor, se perdió en aquel celular; y me creeré un suertudo". Hanks reflexiona y entiende que con el objeto robado -el celular- que tiene un costo específico (supongamos entre 300 y 1,500 soles), se pierden también aquellos objetos o datos que no son contabilizados cuando se hace la evaluación de la cuantía o monto al que asciende el agravio del delito; así un dato informatizado, una información o producción intelectual puede tener un costo muy variable.

Hanks piensa que el robo se ha vuelto escandaloso y descarado en nuestro país; pues roban en las calles, arrebatando los celulares, sin disfraces o antifaces, a plena luz del día; roban en los semáforos, inventan nuevas estrategias de robo: los bujieros que rompen las lunas de los vehículos, taxis, y asaltan a los pasajeros; roban en las cabinas públicas de internet, en los chifas, en los restaurantes, en las universidades, en las iglesias, en las casas de ex ministros; roban con cuchillos, verduguillos, pistolas, y hasta granadas; roban y «matan» por tan sólo 300 soles -informan los medios periodísticos-; los delincuentes son angustiantemente cada vez más «menores de edad»; roban, violan, matan; lo hacen de a pie, en autos negros de lujo, en motos -como sicariato-; delinquen como si aquello fuera un trabajo, con un jornal de tiempo y producción; roban, violan, matan, como si aquello fuera el pan de cada día en nuestro país. Sólo queda una cosa que hacer: ponerse manos a la obra, pensar en cómo combatir el robo, sin violencia por supuesto: Hanks piensa que aquella condición gnoseológica de la delincuencia debe transformarse en actos de resistencia, porque el descaro con que los delincuentes cometen sus delitos (a cara pelada, sin taparse la cara) demuestra que la moral ha fallado; que los sistemas de seguridad de las calles han fallado, que no hay una política contra los mercados negros, compradores de objetos robados (receptación); que no hay un control y registro de la comercialización de armas, pistolas, granadas; que los medios difusores de los mecanismos de adiestramiento y educación social han fallado; que han fallado las escuelas, la iglesia, las instituciones públicas, el gobierno, pero también -concluye su pensamiento Hanks- hemos fallado cada uno de nosotros; y entonces -piensa-, es necesario volver a plantearse el problema, porque esperar que el Estado resuelva todo es casi imposible; ha llegado la hora de volver a la clásica y antigua máxima de John F. Kennedy: «No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país».

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